Les miro con cierta
condescendencia y, al mismo tiempo, les envidio. Me gustaría
disponer de esa tranquilidad de conciencia que les permite
abandonarse al hedonismo esta tarde que sin mayor preocupación que
la del próximo bar. Acaba de terminar el almuerzo y ya me invade esa
sensación hormigueante de estar incumpliendo con el deber. Me basta
con pensar en que debería hacer algo para que todo el día pese
sobre mí la responsabilidad de buscar un hueco que dedicar al
cuaderno o al teclado. El problema es que nunca sé muy bien qué es
lo que tengo que hacer: corregir textos antiguos, exprimir imágenes
aisladas que surgieron durante los últimos días y que guardo con la
esperanza de que se conviertan en un nuevo filón o, tal vez,
simplemente, dejarme llevar por el discurso automático, por ese “lo
primero que se venga a la cabeza” como arma que asegure que, al
menos, escriba algo. Miro las caras sonrientes y encarnadas de mis
amigos mientras hablan sobre cualquier cosa con un resto de vino en
las copas y pienso que soy estúpido, que debería quedarme a
disfrutar o enclaustrarme porque ya sé que después andaré
lamentándome de mi pereza, hacer una u otra cosa pero con convicción
y no con esta cara que creo tener de quien está a punto de dar una
mala excusa para mostrar un comportamiento decepcionante. Opto por el
genérico cosas que hacer, la casa hecha un asco, porque siento
vergüenza de decirles que me voy a escribir, que quizá haya un
libro de poemas a punto de ser terminado entre las últimas notas que
estuve tomando en mi libreta. Como esperaba, nadie comprende que me
vaya y me tientan con café, con whisky, me coartan acusándome de
“saborío”. Sin embargo, consigo escaparme y, mientras vuelvo a
mi casa, pienso que he bebido lo suficiente como para no poder
concentrarme en nada. Y sé lo que me espera, recurrir al tabaco y al
café, revisar el cuaderno, encender el ordenador y abrir varios
archivos de texto inconclusos, cambiar varias veces la música y, con
suerte, dejar escritos un par de versitos nuevos. Acabaré quedándome
dormido o pensando que debería haber caminado un buen rato, que el
pensamiento se multiplica con la acción y que algunas de mis mejores
ideas se me han ocurrido en mitad de una caminata. Está claro que,
cuanto más lo planifico, más difícil me resulta encerrarme en casa
para ponerme a escribir.
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